Mi conteo regresivo hacia la cesárea

Por: Elizabeth Aldea

«Los “efectos secundarios” de este camino fueron muchos, duros y difíciles. Fue un caminar de ocho años de sanar una herida más emocional que física y la sensación permanente (hasta ese momento) de ser una mala madre.»

No me puedo quejar de mi primer embarazo. Fue bueno, tranquilo, saludable, vamos digámoslo, perfecto. Al menos así lo veía. Así fue como lo viví, con el conocimiento que tenía en aquel momento. Quiero destacar que soy una persona que posee una maestría, que siempre he trabajo en medios de comunicación, que me gradué Cum Laude, que tengo la facilidad de pararme ante un público y hablar, que leo mucho, me instruyo, todo lo pregunto, siempre he sido líder y cuando salí embarazada la primera vez mi situación económica era muuuucho mejor que la que tenía cuando salí embarazada la segunda vez. ¿Para qué te digo esto? Para que sepas que ni los doctorados, ni ser profesional, ni todo el dinero del mundo, ni tus habilidades te garantizan que vayas a hacer lo correcto, ni te exime de ser un ignorante acerca de un tema cuando lo que posees es información incorrecta, paradigmas “incorruptibles” o desenfoque. Y no perdamos de perspectiva que era primeriza. A eso hay que sumarle que tan pronto se sabe del embarazo aparecen los ginecólogos en la familia a dar sus consejos. Todo el mundo sabe, menos tú. Nuestra cultura está acostumbrada a dar consejos sin ser pedidos. “No comas esto, no comas lo otro”, “bájate de los tacones”, “no te pongas ropa apretada”, etc., etc. A esto añádele el asunto de las historias de terror del parto. “Fulana tuvo un nene de 10 libras y se rajó desde el frente hasta atrás”, “yo grité como a una loca y mordí a mi esposo”, “no puedes gritar porque si no las enfermeras no te atienden”. ¡Dios mío que trauma! Si es así, ¿por qué seguimos pariendo? No entiendo esa insistencia de la sociedad en seguir perpetuando estos temores infundados, si antes ni tan siquiera se paría en los hospitales, ni con doctores; era en casa con comadronas.

Ahora te voy a explicar como yo lo viví. Muchas parejas cuando se van a casar sueñan con la boda perfecta y a veces pasamos más de un año planificando todos los detalles del gran día: las flores, el traje, los recordatorios, el salón, etc. La boda es sólo un evento no es la esencia de lo que constituye el matrimonio. Así lo vi yo: como un evento. Me embaracé, busqué un doctor que atendiera en el mejor hospital de Puerto Rico (eso era lo que yo creía porque eso era lo que decían, no fue que me informé correctamente), tomé las clases de parto sólo para que hospital dejara que el padre de mi hijo y mi mamá entraran al parto; no las tomé para conocer acerca del parto. Me llenaron de regalos, cuna, coche, cargador, ropa, pañales, corral, pero nadie, absolutamente nadie, me orientó acerca del parto, salvo las historias de terror, y de la lactancia ni hablar.
Cabe señalar que pese a tanto miedo que intentaron meterme siempre estuve clara en que no quería una cesárea, mucho menos el recuerdo de una herida emocional más profunda que la de la cesárea misma y que me tomó años sanar. Fíjate que dije que estuve clara en que no quería una cesárea, no estaba clara en que quería un parto vaginal ni natural.
Jamás me planteé el dolor del parto, ni ruptura de fuentes, ni complicaciones, si no que no fuera cesárea, punto. Ese era mi enfoque. La contestación de “mi doctor estrella” era que la ciencia es incierta y que no me podía garantizar que no fuera cesárea. Siempre debí sospechar que su misión no era el parto humanizado, ni mucho menos que fuera vaginal, para nada. De hecho, recuerdo como atendía a las pacientes en su oficina, tipo producción. Ni tan siquiera recuerdo un sólo día en el que se haya tenido que ir de emergencia porque alguien se puso de parto. ¿Sería que casualmente sus pacientes parían después de las 12:00 del medio día cuando él cerraba la oficina? No creo, pero eso, no lo vi en aquel momento. Tenía lo que quería: el mejor hospital, un doctor que me hablaba “a calzón quita’o” y un embarazo tranquilo.

Mi fecha probable de parto era lunes, 13 de octubre de 2003, pero llegué a la semana 41 del embarazo. Nunca atendí ni entendí las señales de mi cuerpo. Ni tan siquiera sabía que mi cuerpo me daría alguna indicación. Mucho menos sabía que un embarazo podía durar hasta 42 semanas. El único aviso para el que me programé fue el de una ruptura de fuente. Así como se ve en las películas o las novelas donde la mujer rompe fuente, todos salen corriendo histéricos, ella respira agitada como loca, casi se pare en el auto antes de llegar al hospital y vualá cuando llegan, el parto no dura ni 5 minutos. Y colorín colorado este cuento se ha acabo. ¡No tenía idea del poder de la mente!

Según el doctor hacía tres semanas que estaba en un centímetro de dilatación, pero yo no sentía nada de nada. El día que cumplí la semana 41 boté el tapón mucoso, así que fui a mi cita con la esperanza de que me dijeran que ya había dilatado algo más. Al compartirle al doctor que había botado el tapón sus desalentadoras palabras fueron que eso no significaba nada y que una mujer podía botar el tapón hasta dos semanas antes de parir, así que como tampoco había progreso en mi dilatación sus instrucciones para lograr su plan no se hicieron esperar. Me dijo que llegara al siguiente día temprano al hospital para provocarme el parto, que si paría bien y si no me hacía cesárea. Me bloqueé. Todo el embarazo le dije que a mí no me va a dar un tajo. Ante el impacto, lentamente le pregunté que cuánto era lo más que se podía esperar para que el parto se iniciara por sí solo. Aquí fue donde empecé a entender que algo andaba mal porque me dijo que un embarazo puede durar hasta 42 semanas, pero que él no se arriesgaba. Si durante el embarazo todo había estado bien, entonces, ¿cuál era el problema? Empecé a dudar de mi capacidad de parir, a frustrarme y a hacerme mil preguntas. Esas dudas se disiparon temporalmente cuando tuve la ruptura de aguas en plena tienda por departamentos 30 minutos después de haber salido de la oficina del doctor. Lo llamé y me envió al hospital. ¿Sabes que hice? Pensé que me las daba de la más arriesgada. Claro, no entendía nada. ¡Me puse una toalla sanitaria y en lugar de ir al hospital me fui a comer! No tenía ningún dolor. ¡Si hubiera conocido la anatomía del parto y cómo era el proceso! Apenas estaba en la primera fase del parto y ahora sé que ninguna mujer debe estar en esta etapa en el hospital-si escoge parir en un hospital. ¡Yo estaba bien! ¡Estaba en lo correcto! El parto estaba apenas en sus comienzos, pero cometí el error de confiar en el doctor y de no orientarme correctamente. ¡Ilusa!

Cuando llegué al hospital me recibieron con la noticia de que mi doctor había llamado cinco veces a la sala de parto preguntando por mí y eso me lo dijeron casi gritado a través de un intercomunicador en la puerta. ¡Que impersonal y que cálida bienvenida! Me pasaron a un cuarto sola y aún recuerdo mi sensación de abandono. Abracé la funda de tela que me dio la enfermera para echar mi ropa y con una sensación de orfandad le dije que tenía deseos de evacuar. ¿No serían esas las primeras sensaciones de pujar? ¿Las primeras contracciones? Pero entre los nervios, la soledad, el frío del cuarto, la desinformación y el trato deshumanizado no supe distinguir. ¿Y quién me iba a explicar? Su contestación: “pues evacua, te acuestas en la cama que ya mismo vengo”.
Recuerdo todo como si fuera hoy. Entraron mis acompañantes, regresó la enfermera-con otra, me hicieron un examen vaginal (dos centímetros de dilatación), me pusieron las correas para observar los latidos del bebé, el suero. Llegó el doctor. Me examinó vaginal (dos centímetros aún), me terminó de romper la fuente y dio órdenes a las enfermeras de que me suministraran pitosina. ¿Por qué? Si ya el parto había empezado por sí solo. ¿Para qué? ¿Consultas? Ninguna. ¿Información? Nada. Se va el doctor, se va la enfermera. Regresa el doctor, regresa la enfermera. Examen vaginal (2 ½ centímetros), aumento de pitosina. ¿Consultas? Ninguna. ¿Información? Nada. Comencé a sentir un dolor leve, pero no era nada que no pudiera aguantar. Entró el doctor y salió el doctor, así como las enfermeras, no sé cuantas veces más, pero cada vez que entraban me examinaban vaginal y aumentaban la pitosina hasta que, ¡sorpresa! El doctor me vio respirando y me pregunto si tenía dolor. Le dije que no era nada que no pudiera aguantar. De no sé dónde y sin ninguna explicación llegó una enfermera y por el suero me inyectó Demerol. Sin saber si era alérgica a este medicamento, tampoco me explicaron la razón por la que hacían este procedimiento. Así no más porque al doctor estrella le pareció que yo no podía o no tenía que aguantar el dolor. El mareo fue instantáneo y sólo escuché al doctor decir a lo lejos: “esto es para que pases mejor el dolor”. ¿Sí? La pasé tan bien que no sentí, no vi, no escuché, no nada. Mi cabeza daba vueltas y a veces oía a otra enfermera decir “ella está bien adormecida”. Esa enfermera era la encargada de que yo le firmara el consentimiento de donar mi placenta; obvio que para eso me necesitaban consciente. Hasta que se cansó de esperar y me llamaba por mi nombre una y otra vez poniéndome de frente los papeles para firmarlos. Como estaba los firmé. ¡Menos mal que no era para otra cosa! ¡Por supuesto que no los leí!

No puedo decir con certeza todo lo que ocurría, pero sí recuerdo las palabras exactas del doctor: “No lo pelees, déjate llevar”. ¿Déjate llevar? ¬¿Que no pelee? Pero si estoy drogada, pensaba, porque claro, no lo podía verbalizar. La sensación de mareos e inestabilidad me hacía sentir impotente y lo único que pasaba por mi mente era la pregunta del por qué me suministraron esta droga. Sin consultar, sin preguntarme. Sólo así, alguien eligió por mí. “Bueno, después de todo él es el doctor. Así que por qué dudar. Ha sido mi doctor por nueve meses. Total, no podía pelear. Y él es el que sabe lo que es mejor para mí y para mi bebé…” (así pensé). ¡Que equivocada estaba!
Finalmente, el plan del doctor dio fruto. Entró con su vestimenta de cirujano, entró la enfermera y mientras él hablaba me “desmontaban” para ir a la sala de operaciones. Demás está decir que se me fue el efecto de la droga. ¿Qué? ¿Cesárea? No…
Entré en pánico, me puse histérica, empecé a llorar, grité…y me calló la boca. Llegaron las explicaciones “científicas” de este tipo de doctorcito. “Elizabeth, tú tienes 41 semanas y no me puedo arriesgar. Ya aceleré el corazón del bebé lo más que se podía con la pitosina. Se supone que dilates uno o dos centímetros por hora y han pasado seis horas desde que rompiste fuente y tú te has quedado en cuatro centímetros. Tú eliges, o sacamos al bebé de forma segura por una cesárea o te dejo aquí toda la noche esperando a ver si pasa algo para parirlo, pero yo no me hago responsable. Además, ¿para qué te voy a dejar toda la noche aquí para que termines en una cesárea?” Wow! ¿Sabes? Repetí este cuento mil veces y nunca comprendí el valor de cada palabra. Me calmé. Me resigné. Me vencí. Lo acepté. Me frustré. Me deprimí. Me hirieron hasta el orgullo de mujer. Me mutilaron hasta el alma y aunque la cicatriz física sigue ahí, la emocional se sanó con mi VBAC ocho años después. Así fue como Yabriel vino al mundo el 20 de octubre de 2003 a las 7:52 de la noche y quien aún sigo aprendiendo de esta experiencia.

Los “efectos secundarios” de este camino fueron muchos, duros y difíciles. Fue un caminar de ocho años de sanar una herida más emocional que física y la sensación permanente (hasta ese momento) de ser una mala madre. Desde la culpa, la insatisfacción, la frustración, desilusión, incomprensión de los más cercanos, pérdida de confianza en la respuesta de mi cuerpo y la sensación de pérdida en general porque me arrebataron mi parto hasta una depresión post parto que yo misma me diagnostiqué (siempre consulte con un profesional de la salud para este tipo de diagnóstico). Nunca nadie preguntó cómo me sentía al respecto, yo tampoco lo compartí con nadie jamás. Nunca busqué ayuda, ni fui a grupos de apoyo; indirectamente sólo acepté lo que veía como un fracaso; era una herida silente. Las secuelas de este evento incluyeron hasta problemas para lactar, tanto así que me di por vencida.

Yabriel, en el momento justo en que me lo enseñaron acabado de nacer el 20 de octubre de 2003 a las 7:52 pm. / 7.1 lbs, 20 plgds.

A este punto puedo decir que las circunstancias entre un embrazo y otro, y entre un parto y otro fueron bien diferentes. Los dos elementos importantes y neurálgicos que marcaron la diferencia entre un primer parto por cesárea y un segundo parto vaginal y completamente natural fueron la información correcta, transformada en acción y la fe.

2 pensamientos en “Mi conteo regresivo hacia la cesárea

  1. La realidad es q llegue al hospital el dia del parto con la idea de un parto natural, pero la realidad es q si el Dr. te dice cesárea y la explicación científica termina confiando en el porque llevas confiando en el durante el tiempo del embarazo. En mi caso, pase algo parecido, pero me fue bien en el proceso de recuperación y mi nena llego muy bien al mundo.

  2. Lo siento mucho, que bueno que tu herida pudo sanar y que ahora sabes que desde la primera vez fuiste una buena madre… Y como dices, la diferencia entre uno y el otro es la informacion, a mi me paso lo mismo.

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